domingo, 30 de agosto de 2009

Presentación del libro

[Hace unas semanas, gracias a las buenas diligencias de nuestro amigo José Garza y del apoyo solidario de los poetas Armando Joel Dávila y Renato Tinajero, tuve la oportunidad de cumplir en público la ceremonia de presentar mi librito en mi muy querido Colegio Civil. Los padrinos fueron por demás generosos. Estuvieron Norma, Delia (mi madre), grandes amigos y hasta el pequeño Ernesto, descendiente menor de los Herrera. Para que no se olvide lo que allí se dijo y para que lo lean quienes no pudieron asistir, pongo aquí uno de los textos, el de Renato; en próximas entregas haré lo mismo con el de Armando.]

HUMANÍSIMA IRONÍA

Éranse una vez Óscar y su libro. Y el libro era negro por fuera y blanco por dentro. Y era un libro que se leía de una sentada.

Éranse otra vez Óscar y el libro. Y el libro se llamaba La luz y el muro. Y con ese título hacía recordar algunos cuadros de Vermeer.

Pero éranse otra vez Óscar y el libro, y el muro con su luz, y el muro no se parecía en nada a los muros de Vermeer (esos que difuminan la luz), no, nada de eso, era un muro más bien agrietado, descascarado, un muro de la infancia, de viejo patio, un muro cuarteado por el sol, templete para las cigarras, trono de los gatos, muro para tirarle piedras y rasparle con los picos de una corcholata la forma de un corazón y en medio una flecha. Un muro sucio, uno de ésos.

Y el libro era un muro, o el muro era un libro, y escribir en el libro era como escribir en el muro, con pintura de aceite y una brocha gruesa. Y en el muro decía:

Ese dolor de rodillas no es nuevo,
se ha caído otro ladrillo.
Del otro lado un niño rebota su balón.
En la primavera del patio
hay un corazón apuntando nombres
con pintura de lodo y de sombra.

En el muro está tu biografía,
con su lenguaje de polvo describe
los pasos que no diste,
lo que pasó en el corredor.

Claro que la "a" de biografía quedó chorreada, y a la palabra polvo la cagaron los pájaros. Porque así le pasa a uno, así es uno de imperfecto y desaseado. Quien no se ensucia no vive. No se puede evitar. Y cuando mejor te va (en el bolsillo de la camisa traes el billete de lotería con el reintegro), zas, te caga un pájaro.

Mínimas tragedias diarias. Obstinado oficio del que cae y se levanta. ¿Pero de quién estoy hablando? De Ulises, sin duda: naufragios y desastres cotidianos en el camino a Ítaca. O quizás estoy hablando de otros héroes, héroes con calcetines, héroes que trabajan de 8 a 3 con un día de descanso a la semana. En el fondo es el mismo héroe: personas de carne y hueso, que duermen y comen y caminan. Mira desnudo al héroe, sin su armadura, sin monstruos que prueben sus virtudes, y lo encontrarás tan ordinario, tan reducido, tan con ganas de prestarle una camisa e invitarle una cerveza.

De esas pequeñas heroicidades también se hace poesía. De ese trato entre iguales, entre criaturas de la misma especie. De la manera como se miran y se acusan, de sus titubeos, de sus coqueteos, de cómo se relacionan entre sí y con el mundo. De eso se puede escribir así:

Mientras ellos se pelean galerías y exposiciones
yo pinto en pobres mancebías
sobre el absorbente sillar semicuarteado.
Ah, cómo les impresiona mi trazo
que en breve tiempo levanta
la cúpula de una catedral
en el centro de la cantina,
cómo les impresiona mi trazo
cuando pongo entre la muchedumbre de mi paisaje
el rostro de quienes me brindan su cerveza.

Y también se puede escribir así:

Siempre habla mal de mí
y me envía a sus espías,
que me muera si no me teme.
Por qué lo creo, porque
siempre hablo mal de él
y le envío a mis espías,
que me muera si sabe que le temo.

Qué pereza despiertan esos otros poetas que sólo fijan su atención en objetos elevados y sublimes. Qué frialdad la suya, qué indiferencia ante el mundo, ante este mundo crudo y duro, con sus bombas, con su mugre, con sus eternos impostores. 6 mil 700 millones de personas habitan este mundo. Con un poco de imaginación estadística, este número sugerirá dos cosas. He aquí la primera: que si se toma en cuenta que todos los seres humanos en mayor o menor medida sufren (hambre, esclavitud, dolor de muelas, etc.), la suma aritmética de sufrimiento, suponiendo que éste pudiera medirse, sería imposible de imaginar. El mundo, en verdad, es horrible. He aquí la segunda inferencia: que si se toma en cuenta que cada ser humano es el fruto de un encuentro carnal, y que los niños no suelen concebirse al primer intento, la humanidad habrá experimentado el gozo del apareamiento no menos de unas 100 mil millones de veces en las últimas décadas. Cierto, el sufrimiento ayuda a edificar y nutrir la vida. Y cierto también, en torno al acto sexual se concretan algunas de las formas más abyectas de la esclavitud y el abuso. Porque así es este mundo que tenemos, con su frontera borrosa entre el placer y el dolor, entre lo bueno y lo malo, la verdad y la mentira. El mundo: este gigantesco vertedero, esta orgía inmensa. Pero si no se hace poesía con este mundo, ¿entonces con qué se la va a hacer?

Entiéndase, por eso, lo mundano de los temas que elige Óscar: el envejecimiento, la zozobra diaria, la palabra de los políticos, la traición del prójimo, el dolor del propio cuerpo, el transcurso del tiempo. Todo en versos transparentes, platicados, murmurados, aforísmicos, epigramáticos. Poemas muy al alcance del entendimiento de los mortales, pero no poemas fáciles (ninguna poesía genuina es fácil); hay que percibir en ellos la intensa destilación conceptual que los anima, fruto de una rigurosa labor de concentración y síntesis. Y sobre todo hay que percibir la sabiduría vital con la que fueron escritos, la ironía humanísima que los nutre, el diálogo que Óscar propone con las viejas preocupaciones de la humanidad. Pero no el diálogo de quien pontifica (te invito a dialogar pero te inculco mis verdades), no, sino el diálogo entre iguales, entre puntos de vista, entre ciudadanos, entre camaradas. Un diálogo entre escépticos, si entendemos, como Óscar, que el escepticismo es una de las más nobles formas de la humildad.

No presumiré mi talento de escultor
pero quiero dejar claro
que nadie tiene tal capacidad de síntesis
para reproducir en volumen
el conocimiento universal,
el sentimiento más humano:
hacer ceniza todo lo que toco.

Bienaventurada sea esa ceniza universal, ese talento de las cosas pasajeras. Le deseo larga vida y muchedumbres de lectores. Que así sea.

Renato Tinajero
Agosto 2009

martes, 21 de julio de 2009

Los dos René

Sólo he conocido a dos personas de nombre René, los dos fallecieron recientemente. Como nadie, tampoco ellos tenían edad para morir. Menos aun mi primo René Rodríguez, quien fue asesinado en un asalto a pleno mediodía en una calle de Ciudad Juárez. La distancia entre las ciudades nos alejó de cierta manera, crecimos cada quien por su lado, pero la sangre sabe cómo mantener cercana a la familia y siempre estuvo en un lugar privilegiado de la memoria el recuerdo de la plática que tuvimos hace años.

Al otro René lo frecuenté también muy poco, no sé si deba llamarlo amigo, aunque en las pocas ocasiones que hablé con él sentí su amistad, su solidaridad. A René Alonso lo califican como periodista, a lo que yo agregaría que fue un excelente promotor cultural, o animador, o contertulio. Podría mencionar que gustaba de la bohemia y que alguna vez, hace casi veinte años, compartimos mesa en las mejoras horas de la madrugada, pero prefiero apuntar dos imágenes de él. La primera tiene que ver con el año 1983, cuando René Alonso dirigía Difusión Cultural de la Prepa 3 y facilitó las instalaciones para una posada de los escritores locales. Esa noche fría de diciembre no lo conocí, pero ahora hago cuentas que los primeros conciertos que escuché y las primeras películas de cineclub que vi fueron en el auditorio del Aula Magna, el espacio donde él organizaba sus eventos. La otra imagen es de nuestra última conversación. Me preguntó ese día sobre una joven escritora que acababa de publicar una novela y a la que le gustaría entrevistar. Su interés me hizo pensar que muy pocas personas como él podrían diariamente conducir un programa de radio, en el que no sólo decía noticias, sino también ponía opiniones sobre la mesa, invitaba a otros a tratar temas, con menos de lo mínimo de producción, pues contaba con una formación intelectual, buena memoria y mejor ánimo para estar al día de lo nuevo. Eso creo fue René Alonso Estrada.

sábado, 11 de julio de 2009

El litósforo

Se sabe que en las profundidades de algunos mares hay seres que brillan. En relatos de marineros se describen esas luces que surgen de entre las aguas. Ya Aristóteles habló de ello cuando observó un pez en descomposición, porque también hay bacterias luminiscentes. Pero lo importante ahora es lo ocurrido no hace mucho, digamos dos o tres centurias, cuando unos náufragos tiraron su improvisada red y pescaron un animal parecido a una medusa, fiero como serpiente y con un lastimoso llanto que sólo se detuvo cuando cayó la noche. Entonces mostró su rara cualidad: como una bombilla, como si en lugar de exhalar aire exhalara luz, ese ser empezó a brillar ante el desconcierto de sus captores. Y fue esa lumínica intermitencia la señal para que un barco avistara a los náufragos y los salvara. Se subieron a la nave y dejaron a la deriva a ese ser que, sin saber cómo regresar a su medio natural, empezó a encontrarle gusto al golpe del viento sobre su rostro y a la claridad de los colores que permite el aire o, mejor dicho, que no había percibido dentro del agua.

Por alguna razón —o sinrazón— la naturaleza aceleró el proceso evolutivo y permitió que esa luz encerrada en un cuerpo sin forma se transformara en un animal de estructura firme pero ligero como el aire. En algo ayudó el albatros que lo sacó de la barca y lo llevó a tierra donde se perdió en el bosque hasta anoche, que lo vieron de nuevo.

El litósforo es otra cosa. Brilla, ya se sabe, pero lo sorprendente es su adaptación. Dejó sus cualidades para nadar y encontró la forma de volar. Sí, vuela como un globo de fiesta que los niños no pueden atrapar. Y quizá también ríe. No lo sé, pero me pareció oírlo cuando traté de avistarlo. Mentiría si dijera que lo he visto, pero puedo describirlo si me lo preguntan. En las noches aparece como un dolor agudo. La primera vez creí que era un efecto provocado por el cansancio, luego supe que otros habían advertido su presencia pero no querían hablar de ello. En un parpadeo un brillo salta de una rama a otra. ¿Fue un colibrí? No, brilla y su brillo no es superficial y efímero sino que parece surgir de adentro de su ser, un resplandor que se clava en la memoria pues es imposible verlo por más de una fracción de segundo. Es del tamaño de un instante, un poco más chico que un vistazo. Su color es un ascua que se asusta si es vista. Hay quien afirma haberse tropezado con un litósforo dormido y que sintió una piedra más dura que el metal. No lo creo porque si bien no es alado, es un ser que prefiere el aire que la tierra, dejó el agua y no volverá a ella porque encontró la clave para dominar el vuelo, el vértigo de ir a donde la mirada quiera, lo que es imposible dentro del mar y lento y cansado para los seres que caminan. Mejor que las aves, el litósforo es una roca con luz propia que el mar lanzó para distraer la atención de los hombres.

(Hace un año Héctor Alvarado organizó una exposición en la que artistas de la plástica y escritores crearan en parejas animales fabulosos. A este redactor junto con el fotógrafo Erick Estrada nos tocó el litósforo, un ser luminoso)

lunes, 6 de julio de 2009

La luz y el muro

Esta tarde me entregaron mi libro denominado así que lleva los sellos de la UANL y Aldus. Se trata de un volumen de poemas que he coleccionado desde hace varios años. No creo ser el indicado para hablar de mis escritos, sólo quiero dejar la noticia de que a partir de hoy La luz y el muro caminará entre los estantes de algunas librerías y, espero, ocupará la lectura de mis amigos.

Para mí es significativo que en este día me lo hayan entregado, hoy que mi padre hubiera cumplido años. Dejo para el lector interesado unos cuantos textos que componen la primera parte del libro:

La luz y el muro

La sombra crece
con paciencia de piedra.
Nadie detiene su dureza de horas.
En la noche pierde sonidos,
sobre el muro alguien dispara
una metralla de palabras.

***

Aquel muro al fondo del patio
ya no es el límite
sino el espejo oscuro
de quien no sabe si el patio termina
donde empieza la piedra.

***

No pregunten por qué sin saber el nombre de las cosas recibí la encomienda de enumerar lo que veía. Pasó inadvertido para mí lo importante. Acaso nada sucedió y tengo ahora que inventar recuerdos, buscar entre cenizas lo que ya no veré.
***

Muro de horas

Lo más difícil es caer entre dos palabras,
ser aceptado por sonidos distintos,
conjugar entre dos significados.

La sombra de ese árbol pasa el día indecisa
si traspasa o no ese muro
cuando llega la noche y se da cuenta
que nada importa.

Ni la sangre que lastima las sábanas blancas de los enfermos,
ni las luces de un trailer en la carretera a media noche,
ni la publicidad de los panorámicos,
nada es más llamativo y lastimoso
que el seguir dando vueltas al molino.

Un día, sin saber por qué, preguntas
por cuál resquicio ingresó la tarántula,
cuál orificio eligieron las hormigas,
en dónde se escondió el escorpión,
cuándo dejó la víbora su piel
entre las hojas de tu diccionario.

A qué horas pusieron mi alma en venta
en la subasta de enseres usados.

Quién, preguntas, buscas, quién
dejó crecer la yerba en este rincón de la memoria.

Te has topado con ese muro de horas,
es invierno y un dolor de astillas se aloja en tus huesos.

***

Recolecto pequeñas piedras,
cansadas palabras caídas de algún libro
que no llegaron a la imprenta.

Recolecto guijarros de colores,
alientos y saliva endurecidos
que no encontraron labios afines.

Recolecto fragmentos que en otro tiempo
fueron instrumentos del amor,
gotas de espera, cabello de paradojas,
ceniza de abrazos...

Recolecto adjetivos, papeles olvidados durante la procesión.

En mi bolsillo caben los adjetivos del mundo.

Soy el adjetivo que me encuentro,
la palabra que me bautiza en la calle.
***

En espera del invierno

Es posible me vuelva loco
si continúo sin parar
evadiendo las giratorias líneas
que buscan mis pisadas,
como las sombras buscan a su cuerpos.

Es posible que ni entre
al vestíbulo del laberinto,
ni que tampoco salga
indemne cuando embista
el toro de las deudas.

Es posible que mi voz se disuelva
en el solemne caracol del oído
si digo sin parar la misma historia,
la misma crónica
del último inquilino de las penas.

Pero quizá nada me sea posible
y jamás me acerque
a la playa donde cantan las sirenas,
ni ensuciará mis pies
el polvo perfumado del olvido,
y aquí me quedaré
como esperan el invierno
los suicidas y enfermos terminales.