sábado, 11 de julio de 2009

El litósforo

Se sabe que en las profundidades de algunos mares hay seres que brillan. En relatos de marineros se describen esas luces que surgen de entre las aguas. Ya Aristóteles habló de ello cuando observó un pez en descomposición, porque también hay bacterias luminiscentes. Pero lo importante ahora es lo ocurrido no hace mucho, digamos dos o tres centurias, cuando unos náufragos tiraron su improvisada red y pescaron un animal parecido a una medusa, fiero como serpiente y con un lastimoso llanto que sólo se detuvo cuando cayó la noche. Entonces mostró su rara cualidad: como una bombilla, como si en lugar de exhalar aire exhalara luz, ese ser empezó a brillar ante el desconcierto de sus captores. Y fue esa lumínica intermitencia la señal para que un barco avistara a los náufragos y los salvara. Se subieron a la nave y dejaron a la deriva a ese ser que, sin saber cómo regresar a su medio natural, empezó a encontrarle gusto al golpe del viento sobre su rostro y a la claridad de los colores que permite el aire o, mejor dicho, que no había percibido dentro del agua.

Por alguna razón —o sinrazón— la naturaleza aceleró el proceso evolutivo y permitió que esa luz encerrada en un cuerpo sin forma se transformara en un animal de estructura firme pero ligero como el aire. En algo ayudó el albatros que lo sacó de la barca y lo llevó a tierra donde se perdió en el bosque hasta anoche, que lo vieron de nuevo.

El litósforo es otra cosa. Brilla, ya se sabe, pero lo sorprendente es su adaptación. Dejó sus cualidades para nadar y encontró la forma de volar. Sí, vuela como un globo de fiesta que los niños no pueden atrapar. Y quizá también ríe. No lo sé, pero me pareció oírlo cuando traté de avistarlo. Mentiría si dijera que lo he visto, pero puedo describirlo si me lo preguntan. En las noches aparece como un dolor agudo. La primera vez creí que era un efecto provocado por el cansancio, luego supe que otros habían advertido su presencia pero no querían hablar de ello. En un parpadeo un brillo salta de una rama a otra. ¿Fue un colibrí? No, brilla y su brillo no es superficial y efímero sino que parece surgir de adentro de su ser, un resplandor que se clava en la memoria pues es imposible verlo por más de una fracción de segundo. Es del tamaño de un instante, un poco más chico que un vistazo. Su color es un ascua que se asusta si es vista. Hay quien afirma haberse tropezado con un litósforo dormido y que sintió una piedra más dura que el metal. No lo creo porque si bien no es alado, es un ser que prefiere el aire que la tierra, dejó el agua y no volverá a ella porque encontró la clave para dominar el vuelo, el vértigo de ir a donde la mirada quiera, lo que es imposible dentro del mar y lento y cansado para los seres que caminan. Mejor que las aves, el litósforo es una roca con luz propia que el mar lanzó para distraer la atención de los hombres.

(Hace un año Héctor Alvarado organizó una exposición en la que artistas de la plástica y escritores crearan en parejas animales fabulosos. A este redactor junto con el fotógrafo Erick Estrada nos tocó el litósforo, un ser luminoso)

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